17/11/17

Desapego voluntario.



Que poner tierra de por medio es una prueba de fuego no es ninguna novedad. Está más que científicamente demostrado que el roce hace el cariño y no sólo en las relaciones sentimentales, sino en todo el plano social. Ahora bien, nadie parece percatarse de que esa separación implica un nuevo comienzo, al menos para una de las partes. No puedo evitar acordarme de la gente que, por una u otra razón, clama con hastío que ‘se le ha olvidado cómo se liga’. Curioso que nos preocupe más no ser capaces de encontrar a esa ‘persona especial'  que tener las habilidades sociales para hacer amigos en general. La maldita zona de confort que nos tutela está predestinada a definir nuestra rutina. Y es algo que me desespera. Siempre el mismo patrón; nuevo comienzo, soledad y vulnerabilidad; respuesta fácil y rápida: aferrarse al primer clavo ardiendo que aparece. No, no funciona así. O más bien no debería. Dónde está la inquietud por conocer gente diferente, por llenarte de historias de personas nuevas, por nutrirte de culturas y puntos de vista que distan de los tuyos. Por una vez tenemos todo a nuestro favor y no somos capaces de aprovecharlo. Ni siquiera de verlo. 

Existe, sin embargo, otra alternativa: la minoría. Desapegados voluntarios, independientes por naturaleza. Estar dispuesto a hacer cosas solo o disfrutar de momentos que son por y para ti, no implica un olvido completo e instantáneo del resto del planeta; ni dejar de tener ganas de compartir cerveza y patatas cualquier domingo de noviembre. Estar dos días desaparecido por razones más o menos dignas no es sinónimo de despreocupación absoluta. La voluntad de abrirse en un determinado momento es compatible con querer estar solo muchos otros. 

No es tan complicado de entender, simplemente no se trata de extremos. No todo van a ser rojos o azules, blancos o negros. Existe una escala de grises con matices, peros, aunques y 'a veces'.

Y todo el que disfruta de su soledad sabe verlo.