11/8/15

No me importa no saber dónde está el norte.



Cinco de la tarde de una ordinaria tarde de verano. Mi memoria se pronuncia. Actúa. Los recuerdos me asaltan.

Siempre me he preguntado qué tendrán las noches que no planeas, en las que todo sale al revés, que acaban siendo las más dignas de recordar.
Principios tirando a mediados de julio, vacaciones con amigos, mar Mediterráneo y calor sofocante. Habíamos salido de fiesta; lo típico. Todo lleno de discotecas con sus respectivos relaciones merodeando, intentando captar al mayor número de gente posible para sus locales. ‘’¿No queréis pasar al Catamarán, chicos? Esta noche oferta de copas a tres euros.’’ Habría que ver qué veneno dan para ofrecerlo tan barato. Además, si quisiera entrar lo haría por mi propio pie, ¿no? No tienes que guiarme hasta la misma puerta, pensé. Pero te limitas a sonreír, soltar un tímido ‘’no, gracias’’ y seguir tu camino. El caso es que nos acabamos decidiendo por uno de aquellos lugares. Entramos y el panorama era el esperado: tías vestidas iguales bailando reggaeton, tíos al acecho con esos aires de grandeza que les da el postureo… Menudo espectáculo. Aunque, para postureo, el de los ‘bailarines’ de aquel local. Creo que mis calcetines tapaban más que toda la ropa que llevaban puesta. El caso es que, tras estar largo rato ‘bailando’ intentando no pisar a nadie y con el ‘bum, ba bum ba bum’ metido en el cerebro, alguien me llamó. ‘’Ey, estoy un poco cansado, ¿salimos fuera?’’ ‘’Sí, por favor’’pensé. ‘’Claro, vamos’’ dije. Así que salimos. Una vez allí y agradecida de haberme desecho de esa música que tan poco me gusta, mi cómplice puso su típica cara de ‘’acabo de tener una idea’’. Y, como suponía, no tardó en contármela. ‘’Tía, he visto al entrar una sala que ponía algo de rock. Vamos a mirar. ’’ Me encantó la idea, así que nos dirigimos allí. En la puerta había un cartel con el nombre ‘’Marearock’’ y una estrella roja de fondo. Aquello pintaba tremendamente bien. Tras pasar unos minutos en la puerta, divisando el panorama, nos decidimos a entrar. No recuerdo qué canción sonaba, solo sé que me entraron unas ganas irrefrenables de cantar y saltar. Casi toda la estancia estaba empapelada con carteles de grupos y sus respectivas actuaciones, así que intuimos que sería una sala bastante recurrida. No había mucha gente, pero nos dio igual. Con la siguiente canción, empezamos a bailar como si no hubiera un mañana, sin importar quién miraba, (si es que alguien lo hacía) o cuán ridículo estábamos haciendo. Cuando una canción terminaba empezaba otra mejor, y la adrenalina me corría incontrolada por las venas porque me las sabía todas. Joder, qué bien me lo pasé. Llegado un punto, nos acercamos a una de las paredes empapeladas. Todo grupos que conocíamos y nos gustaban. Fue entonces cuando un par de desconocidos con pinta de pasarse allí los sábados nos ‘’invitó’’ a un futbolín. Empezaron adelantándose, remontamos, volvían a ponerse a la cabeza. Acabaron ganando con el gol más épico que he visto nunca en la historia del futbolín. Aún así, la derrota no minó nuestro ánimo; seguimos cantando a ritmo de ‘Cuando salga el sol – Desakato’. 
Fue una noche especial porque me sentí libre. Me sentí yo, escuchando, cantando y saltando con la música que me gusta, cosa complicada si en la mayoría de los sitios solo ponen Daddy Yankee. Terminé con los pies destrozados, pero sentí que había merecido la pena.

Finalmente, la hora de apertura del tranvía se acercaba y decidimos abandonar el local. Aún tardamos en llegar a casa y, sin embargo, lo hicimos cuando al fin, salió el sol.