29/12/15

No hay sombras en la oscuridad.



Miré por la ventana sabiendo de antemano lo que me iba a encontrar. El mismo gris que desde hacía días inundaba la inmensidad del cielo, los árboles, deshojados y marchitos, que para tantos pájaros suponían refugio, las tejas que jamás llegaron a formar parte de ninguna estancia, abandonadas, machacadas por el tiempo, que chocaban con el verde del paisaje que cada día, desde hacía tanto, contemplaba. Nada había cambiado. Aún las mismas ramas rotas, las mismas piedras punzantes, exactamente el mismo número de hojas secas, caídas y esparcidas que anunciaban la llegada del otoño. Sin embargo, aquel día me percaté de la presencia de un ser, antes, aparentemente insignificante. Parecía tener mi misma edad, probablemente una estatura similar y una expresión que, irónicamente, me recordaba  a mí. Su pelo, despeinado y oscuro, evocaba el tronco de aquel sauce bajo el que tantas veces me senté a escribir. La piel pálida, los dedos largos y finos, casi delicados. Sus ojos, grandes y profundos, me observaban. De sus labios no salía palabra alguna y, sin embargo, todo apuntaba a que una ingente impotencia le imposibilitaba hablar. Parecía desesperada por gritar, por liberarse de la pesada carga que le impedía siquiera reaccionar. Intenté ayudarle, interactuar con ella, procurar que el caos no se apoderara de su cordura. Traté de acercarme. Ella se alejó. Probé a perseguirle, pero era más rápida que yo. Sin tener ni la más mínima idea de hacia dónde me dirigía, me adentré en el espeso bosque que tantas tardes había sido testigo de mi presencia, sin más compañía que mis pensamientos. Y el silencio. (Bendito silencio, que transmite sin necesidad de que medien las palabras.) Intenté llamarle hasta que caí en la cuenta de que desconocía su nombre. Sus pasos eran sigilosos; ni el crujido de las hojas delataba su cercana presencia. Movida por la incertidumbre y la curiosidad, seguí vagando por la vasta maleza. Me perdí, buscando encontrarme.
Sin saber muy bien cómo, aparecí en un claro, desconocido hasta entonces, seguida por la atenta mirada de los inquilinos del bosque a los que parecía importunar. En medio de aquel lugar, custodiado por un ejército prácticamente infranqueable de árboles que parecían albergar una infinidad de historias, quién sabe si ciertas o ficticias, había un pequeño estanque. La cautela nunca ha sido una de mis virtudes, así que me acerqué y contemplé el reflejo que el agua cristalina me brindó. Y me vi. Y nos vi. Y como si aquel momento hubiese accionado el mecanismo que movía las nubes que se interponían entre el firmamento y los mortales, el cielo se tornó de un azul terriblemente puro. Aquel ser, antes, aparentemente insignificante seguía mirándome, esta vez con una expresión distinta. Sonreía. Me sonreía. Comprendí entonces que jamás había habido otra persona que no fuese yo. Que había estado persiguiendo mis miedos, la angustia que me embargaba cuando los actos discrepaban con los sentimientos, la disonancia cognitiva que tantísimo tiempo llevaba envenenando mis entrañas. La única solución posible que había habido en todo momento era enfrentarme. Y lo logré. Y me encontré.





27/10/15

De cómo descubrir el caos en menos de una vida.



La novedad abruma. Abruma, asombra, asusta, decepciona, desinhibe, impresiona. Pero sobre todo abruma. Viví pensando que descubrir siempre es sinónimo de saber, de adquirir experiencia, de crecer como personas. Hasta el momento en que tu cerebro procesa y entiende que hay cosas que sería mejor no haber sabido nunca. Ironías y sinsentidos. Pero ni los buenos son tan buenos, ni los malos, tan malos. Que hay caras que sería mejor no sacar a la luz. Escondidas en los lugares más recónditos de la conciencia que ni siquiera sabes que tienes. Que existe. Y te vigila. Y te vigilas.  Que nos decepcionamos a nosotros mismos, que hacemos cosas sin pensar, que ‘’mañana será otro día’’. Y el mañana te recibe con una bofetada de realidad que no eres capaz de esquivar. Y con ella recuerdos, remordimientos, angustia, pena, llanto. Impotencia, decepción hacia tu misma persona. La persona que creías conocer. Pero que te decepciona.

Por qué. No hay más incógnitas, más preguntas, más inquietudes; solo por qué. Por qué ahora, por qué así, por qué tan mal. Por qué. Entre mis recuerdos creo visualizar a alguien diciendo en alguna -no lejana- ocasión que siempre intentamos buscar la razón de todo lo que acontece en nuestras vidas, lo que nos rodea, lo que nos interesa, lo que vemos, lo que oímos, lo que aprendemos. El mundo en que vivimos ni siquiera tiene un por qué. Pero por qué. Siempre por qué.

Qué difícil es asimilar cuando el tiempo de reacción es ínfimo, casi inexistente. Cómo cambia todo en un instante, cómo pequeñas cosas aparentemente insignificantes detonan la gran bomba que habita en tu cabeza. Y que por supuesto, tras estallar, no desaparece. Queda el olor. El ruido. Queda el humo. Las cenizas, los platos rotos, todo polvoriento y manchado de culpabilidad. La culpabilidad de la persona que creías conocer pero que te decepciona. Una vez más.

Lo pasado no va a cambiar. Pero ojalá. Ojalá quedarnos con las tardes perdidos, con las noches en vela, con las visitas clandestinas. Con te quieros al oído, con abrazos, con miradas que llegan al alma, que dicen más que palabras. Con canciones, con momentos, con ideas descabelladas, con risas que te dejan sin aire, sin el oxígeno que te alimenta, que te hace seguir riendo. Y queriendo reír. Y qué difícil es a veces. 

Y qué fácil caer. Y reír, y vivir, y sentir, y sentir que vives, mientras caes, mientras ríes, mientras vives. Y vivir queriendo desaparecer. Porque todos quieren desaparecer alguna vez.





9/9/15

El rincón del olvido.



Hace frío. El otoño acecha. Una suave brisa mece una melena morena, ni corta ni larga, siempre despeinada. Estaba nublado y el no saber iba ganando la partida. Incontrolable, fuerte, independiente. Todo empezaba a quedarse pequeño, a volverse repetitivo e insaciable. Me alejé de allí. Corrí tanto como pude. Tras estar quince minutos atravesando escuetas calles, mis pulmones me obligaron a detenerme. Creí que aquel era mi fin. Sin embargo, entre aceras agrietadas y paredes ajadas, vislumbré un descampado que parecía ser mi solución.  Curiosa, me acerqué. Me embriagaba un olor extraño, pero condenadamente adictivo. No sabría compararlo con nada, sólo podía limitarme a seguir llenando mis fosas nasales con aquella fragancia. Me senté a descansar y, de repente, fue como si ya hubiera estado allí.

Entonces, recordé.
Había estado allí, hacía tiempo, en una situación completamente diferente. Me faltaban la compañía, las canciones, los abrazos.  La sensación de que nada podía ser mejor que estar perdidos en aquel lugar. El sentimiento de soledad se apoderó de mí y no lo pude evitar. Lloraba en silencio, dándole la espalda a todo y a nada al mismo tiempo.  Me asaltaban los recuerdos, fieros, poderosos.  Intenté  salir de allí, pero ni mis piernas respondían. Parecían empeñadas en torturarme a base de recuerdos, siempre un poco más.

 Hay ausencias que no se llenan con nada. Absolutamente nada.


Desde aquella tarde, no hay día que no sueñe con volver.  Con volver a sentir, a vivir, a querer.





11/8/15

No me importa no saber dónde está el norte.



Cinco de la tarde de una ordinaria tarde de verano. Mi memoria se pronuncia. Actúa. Los recuerdos me asaltan.

Siempre me he preguntado qué tendrán las noches que no planeas, en las que todo sale al revés, que acaban siendo las más dignas de recordar.
Principios tirando a mediados de julio, vacaciones con amigos, mar Mediterráneo y calor sofocante. Habíamos salido de fiesta; lo típico. Todo lleno de discotecas con sus respectivos relaciones merodeando, intentando captar al mayor número de gente posible para sus locales. ‘’¿No queréis pasar al Catamarán, chicos? Esta noche oferta de copas a tres euros.’’ Habría que ver qué veneno dan para ofrecerlo tan barato. Además, si quisiera entrar lo haría por mi propio pie, ¿no? No tienes que guiarme hasta la misma puerta, pensé. Pero te limitas a sonreír, soltar un tímido ‘’no, gracias’’ y seguir tu camino. El caso es que nos acabamos decidiendo por uno de aquellos lugares. Entramos y el panorama era el esperado: tías vestidas iguales bailando reggaeton, tíos al acecho con esos aires de grandeza que les da el postureo… Menudo espectáculo. Aunque, para postureo, el de los ‘bailarines’ de aquel local. Creo que mis calcetines tapaban más que toda la ropa que llevaban puesta. El caso es que, tras estar largo rato ‘bailando’ intentando no pisar a nadie y con el ‘bum, ba bum ba bum’ metido en el cerebro, alguien me llamó. ‘’Ey, estoy un poco cansado, ¿salimos fuera?’’ ‘’Sí, por favor’’pensé. ‘’Claro, vamos’’ dije. Así que salimos. Una vez allí y agradecida de haberme desecho de esa música que tan poco me gusta, mi cómplice puso su típica cara de ‘’acabo de tener una idea’’. Y, como suponía, no tardó en contármela. ‘’Tía, he visto al entrar una sala que ponía algo de rock. Vamos a mirar. ’’ Me encantó la idea, así que nos dirigimos allí. En la puerta había un cartel con el nombre ‘’Marearock’’ y una estrella roja de fondo. Aquello pintaba tremendamente bien. Tras pasar unos minutos en la puerta, divisando el panorama, nos decidimos a entrar. No recuerdo qué canción sonaba, solo sé que me entraron unas ganas irrefrenables de cantar y saltar. Casi toda la estancia estaba empapelada con carteles de grupos y sus respectivas actuaciones, así que intuimos que sería una sala bastante recurrida. No había mucha gente, pero nos dio igual. Con la siguiente canción, empezamos a bailar como si no hubiera un mañana, sin importar quién miraba, (si es que alguien lo hacía) o cuán ridículo estábamos haciendo. Cuando una canción terminaba empezaba otra mejor, y la adrenalina me corría incontrolada por las venas porque me las sabía todas. Joder, qué bien me lo pasé. Llegado un punto, nos acercamos a una de las paredes empapeladas. Todo grupos que conocíamos y nos gustaban. Fue entonces cuando un par de desconocidos con pinta de pasarse allí los sábados nos ‘’invitó’’ a un futbolín. Empezaron adelantándose, remontamos, volvían a ponerse a la cabeza. Acabaron ganando con el gol más épico que he visto nunca en la historia del futbolín. Aún así, la derrota no minó nuestro ánimo; seguimos cantando a ritmo de ‘Cuando salga el sol – Desakato’. 
Fue una noche especial porque me sentí libre. Me sentí yo, escuchando, cantando y saltando con la música que me gusta, cosa complicada si en la mayoría de los sitios solo ponen Daddy Yankee. Terminé con los pies destrozados, pero sentí que había merecido la pena.

Finalmente, la hora de apertura del tranvía se acercaba y decidimos abandonar el local. Aún tardamos en llegar a casa y, sin embargo, lo hicimos cuando al fin, salió el sol.  





23/7/15

Nubes inusuales y estratos entrometidos.



Ayer vi una nube increíble. Era monstruosamente grande, esponjosa y del blanco más puro que he visto jamás. El cumulonimbo perfecto.  De esos que miras buscando formas estúpidas y peor, las encuentras. Iba en el coche cuando me percaté de su presencia y, desde ese momento, no fui capaz de apartar la mirada ni un segundo. Te ensimismaba, te engullía, te atrapaba con sus formas y dimensiones. Y eso no era todo. En la base de aquel fenómeno atmosférico, había pequeños estratos. Algunos grises, otros más negros, pero todos chocaban con aquel blanco nuclear. Se entremezclaban, parecían aliados dispuestos a llevar a cabo una ofensiva contra la ‘nube mayor’. Pensaba todo esto mientras en el coche sonaba The Police y me acababa de despertar de un sueño profundo, aunque de todo menos cómodo. Volvía de firmar los papeles que iban a determinar mi futuro, pero eso es ya otra historia. (De todas formas, cómo odio la burocracia.) Me incorporé y seguí contemplando el espectáculo nuboso. Cada kilómetro que avanzábamos nos adentrábamos más y más en el cumulonimbo, se hacía más grande, más poderoso. A su vez, cuanto más cerca estábamos de llegar más oscuro se ponía el cielo, pues aquellos entrometidos estratos cobraban más y más protagonismo. No me importaba que lloviese, de hecho, siempre me han gustado las tormentas. Rayos, relámpagos y truenos que, lejos de asustarme, consiguen tenerme contemplando el sonido de la lluvia caer durante más tiempo del que me gustaría reconocer.
Finalmente, llegué a mi destino; cansada y con el cuerpo entumecido que dejan los viajes de más de un par de horas. Cuando quise darme cuenta, la nube que tan absorta me había tenido durante la mitad del trayecto había desaparecido. Casi me entró nostalgia, pero lo que de verdad lamenté fue no haber llevado conmigo mi cámara de fotos. Aquel paisaje era digno de ser visto.

Una vez aquí, acudí a un pequeño pisito al lado del río. Era el cumpleaños de mi bisabuela. No sé si fue la nube blanca, el cansancio acumulado o el ser consciente de que una persona de los allí presentes celebraba su 98 cumpleaños; pero al mirarle a los ojos me sentí tremendamente pequeña. Ojos grises, pelo blanco y más sabiduría de la que jamás voy a ser capaz de asimilar. Por muy inteligentes que nos creamos a veces, nadie puede enfrentar tantísimos años de experiencia. Nadie. Puede que no me sobre el tiempo para decir en voz alta cuánto admiro prácticamente un siglo de vida, pero hay cosas que se expresan mejor al ser escritas.

Aquel día fue extraño. Y me encantó.
Aquel día me dormí queriendo poder volar para perderme dentro de un cumulonimbo.





3/7/15

Reflejos.



Amanece. Un reflejo. Medidas.
Amanece. Un reflejo. Medidas. Mirada perdida. Pensamientos dispersos.
Amanece. Un reflejo. Medidas. Mirada perdida.  
Amanece. Un reflejo. Medidas.

Empieza el caos.

Decimos sin pensar y ahí está el problema, las posibles consecuencias no perturban nuestra calma. Sin embargo, en la pálida noche de un pueblo perdido, alguien lee líneas que no termina de entender, pero de las que no puede deshacerse. Al día siguiente no ha podido olvidarlas y, sin planearlo, su vida empieza a desmoronarse.
Increíble el poder de la mente humana, ¿verdad? Tan capaz de resolver el más complicado problema de física como de conseguir volverte loco, de desesperarte, de desear que tu cerebro desista y te deje respirar. Sin embargo, mala suerte la nuestra, a ello se le suma que nuestro cuerpo, al lado de nuestra cabeza, es una inútil y vulnerable marioneta. Marioneta que maneja a su antojo, claro. Es por eso que, llegados a un punto, la paranoia supera a la capacidad de reacción, a la cordura, al control.
Y así es como pasan los días y todo sigue en calma aparente. Dentro de ti hay algo que te inquieta, pero intentas evitarlo. ‘’Todo va bien. ’’ Te repites. ‘’Estoy bien. ’’  Te convences. O más bien te engañas, pues ver tu reflejo sigue siendo una tortura.
Cuesta comprender todo esto y, sin embargo, no deja de ser una triste realidad.
Maldita sociedad que lo permite. Maldita sociedad y sus cánones, y sus modelos, y sus medidas, y su jodido afán de perfección. Malditos ineptos que insultan, que no toleran, que dañan psicológicamente, que acomplejan.

Maldita mente humana que no es capaz de anteponer la cordura a la desesperación. 

Quiérete. Porque nadie más que tú va a hacerlo de la misma forma, porque todo el mundo envejece, porque me gustan las arruguitas que te salen en los ojos cuando te ríes, porque qué es la vida sin la curvita de la felicidad, porque somos humanos, porque eres imperfecto, al igual que el resto del mundo. Porque no puedes pretender gustarte a base de maltrato. Porque hay cosas más importantes que tener un físico modelo.
Porque, cuando pasen los años y tu cuerpo haya dejado de ser aquel ente que 'rozaba la perfección', solo quedarán aquellas cosas que te empeñaste en destrozar con un fin estúpido. Inquietudes. Humor.

Felicidad.





30/6/15

Pasado presente.



Empieza el viaje.

Un robusto animal de semblante noble se ve, sin más defensa que su corpulencia y sus cuernos, en medio de una plaza circular rodeado de un público que clama ansioso sangre, sufrimiento y crueldad. Aparece un individuo con traje de luces que no pasa inadvertido, seguido por un séquito de 'valientes' banderilleros y picadores que, poco a poco, irán arrebatándole la vida al animal entre vítores y aplausos. Por su parte el toro, desorientado, descubre de la manera más sádica que se acerca su final.
Pleno siglo XXI y las corridas de toros siguen estando presentes.
Mientras tanto, yo me pregunto por qué. Por qué un animal ha de sufrir con el único fin de entretener a la 'especie superior', por qué se sigue permitiendo que cosas como esta sucedan teniendo en cuenta los tiempos que corren y sin más argumento que el de ''es que es tradición''. Bien pensado, la respuesta es sencilla: dinero. Por lo cual, llegados a este punto las verdaderas preguntas son: ¿Está justificado? ¿Es ético? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por un puñado de billetes? Porque me parece una asquerosa forma de conseguirlos. Despreciar la vida y la muerte de un animal y encima recibir dinero por ello. Somos la única especie racional, pero a veces tenemos una extraña forma de demostrarlo.
Por otro lado, es curioso detenerse a analizar los calificativos que recibe esta 'fiesta nacional' según las diferentes personas que juzgan. Pasan de arte y cultura a barbarie y tortura. He aquí la gran discrepancia que, a día de hoy, algunos aficionados taurinos aún no comprenden.
De todos modos, si el motor del mundo siguen siendo el dinero y las 'tradiciones' las víctimas son obvias; seres inocentes incapaces de alegar nada en su defensa.
Creo, por tanto, que mi conclusión final es clara.


« Bienvenidos a la España medieval.»


Fin del trayecto.





Despedidas.



Es curioso pensar cómo a veces el tiempo pasa, pero nada cambia. Sigues siendo la misma persona: los mismos amigos, la misma casa, el mismo perro, la misma canción despertador... Pero un día abres los ojos y lo ves. Ves que tus amigos han cambiado, la madurez que acechaba cuando creías ser mayor se ha asentado casi enteramente; tu casa toma el color e incluso el olor del paso del tiempo, tu perro se vuelve más fiel a cada minuto que pasa y sí, la canción despertador sigue siendo la misma pero... cambian por completo los sentimientos que te asaltan al escucharla. Y desde luego, tú no eres la misma persona. Sucesivos años de aprendizaje, la vida en sí, y en concreto los años de instituto, te han hecho cambiar. No ves nada con los mismos ojos, ya no te gustan las mismas cosas, te comportas diferente. Cambios, formación, rechazo, experiencia.... ¿adolescencia?

Es curioso pensar cómo ha pasado el tiempo y cuánto ha cambiado todo.

Un año más, el 'temido' segundo de bachillerato llega a su fin dejándonos un recuerdo agridulce; un año duro y exigente, pero también especial y emotivo.
Bachillerato ha supuesto el cambio definitivo, tanto a nivel académico como personal. No creo que nadie se sienta igual con respecto a su 'yo' de hace dos años, la diferencia emocional supera con creces la dificultad de mil exámenes. Son muchas las cosas que han pasado durante nuestra estancia aquí; cosas que, aunque a corto plazo no hayamos sido conscientes, son las responsables de que hoy en día seamos quienes somos y como somos. Bueno, cosas... y personas. Personas que nos han acompañado a lo largo de toda nuestra trayectoria, tanto a los que siguen como a los que estuvieron, no podemos más que agradecer su labor y todo lo que nos han enseñado.

Llegamos a segundo. Este curso ha minado nuestro ánimo mil veces, nos ha hecho sentir impotentes y creer que no podríamos seguir adelante pero, bien pensado, estar aquí y ahora no significa más que haber superado todas esas barreras y dar por finalizada nuestra etapa en el IES Santa Catalina.
Probablemente dentro de tres meses no me acordaré del principio de Le Chatelier, de la ética kantiana, o de todas las fases que tienen lugar en la división de una célula, pero sonreiré al pensar en todos los momentos que dejamos atrás, tanto los tristes como los felices; al fin y al cabo, los momentos duros son los que nos hacen fuertes.
Hemos pasado mucho tiempo aquí, casi podríamos considerarlo nuestra segunda casa, y es por ello que no podemos evitar emocionarnos al pensar que nuestro paso por el instituto toca a su fin.
Aún así, nos quedamos con lo bueno: segundo de bachillerato ha conseguido crear un vínculo más fuerte que el que, obligados, hemos tenido con libros y apuntes; ha conseguido unir personas, amigos, una clase, un curso entero. ''Lo que ha unido segundo de bachillerato, que no lo separe nadie'', oí una vez. No creo que eso sea posible. No creo que olvidar el nerviosismo que una simple mirada transmite antes de un examen sea posible. No creo que podamos deshacernos del recuerdo de un abrazo después de una prueba complicada. No creo que sea posible olvidar a quienes han compartido tus seis últimos años; algunos una vida entera. Y esto incluye también a profesores. Nos habéis visto crecer, fallar, levantarnos, reír y llorar. Y es que en definitiva, segundo de bachillerato también son emociones a flor de piel, humanidad en estado puro.

Ahora, toca mirar hacia el futuro. Un futuro aparentemente incierto, pero inevitablemente marcado por todas nuestras vivencias hasta la fecha. Allá donde vayamos, estoy segura de que encontraremos mil cosas que nos recuerden por qué estamos allí y podremos decir orgullosos de dónde venimos. Y el día menos pensado, cuando todo parezca gris, no tendremos más que echar la vista atrás y y darnos cuenta de que no siempre han sido todos momentos buenos, pero supimos superarlos con la ayuda necesaria.

Madres, padres, profesores, compañeros, amigos... Habéis sido nuestro apoyo durante más de un lustro, y eso no lo olvidaremos jamás.