Aún recuerdo la última vez que me escondí.
Aquí. Polvo y pelusas han colonizado el espacio encargado de plasmar, de la
manera más cruda, mi condición de humana; por si la vida en sí y su día a día no
fuesen huella suficiente.
Queda extremadamente lejano el principio
del fin que amenazó con alargar su clausura hasta el último de mis susurros.
Contrafactuales diversas me llevan a pensar en ‘qué hubiera pasado si’, o más
bien ‘qué hubiera pasado si no’. Incluso qué no hubiera pasado.
No solía pensar que mi melena fuera a
estar más cerca de los hombros que de la cintura, que los sentimientos que
acompañan a canciones terminan por sucumbir al olvido y que me gusta que
sea de día cuando la luna se yergue en cuarto creciente; aunque siga siendo
fiel al frío que me vio nacer.
Nunca antes imaginé que un ente físico fuera
tan sabio, que fisiología son causas y efectos inequívocos y que retraimiento y
complejos complejos iban a dejar de estar sólo latentes.
Catorce años me gritan que los límites
auto impuestos no son la solución y que rara vez llevan a buen puerto, casi
igual que auto engaño y convencimiento. La rojez en las mejillas me susurra que julio
y agosto quedan demasiado lejos para resistir manifestarse, aliada con el
ritmo de latidos que parecen exigir una cortesía que me niego a otorgar. Un nudo en la garganta silencia mis cuerdas
vocales, ínfimas, sin potestad, relegadas al poder del maldito ser que rija mis
nervios, a flor de piel.
Una suave brisa me devuelve a la oscuridad
que, casi sin darme cuenta, se ha asentado. Trae con ella sentencia y solución a todas mis
inquietudes, jurando revelarlas una vez la tempestad amaine.
Una suave brisa me devuelve a la oscuridad
que, casi sin darme cuenta, se ha asentado.
Por fin puedo ver las estrellas.
Una suave brisa me devuelve a la oscuridad
que, casi sin darme cuenta, se ha asentado.
Parece que la luz ha dejado de ser algo
remoto.
Ahora puedo verme brillar.