Miré por la ventana sabiendo de antemano lo que me iba a encontrar. El mismo gris que desde hacía días inundaba la inmensidad del cielo, los árboles, deshojados y marchitos, que para tantos pájaros suponían refugio, las tejas que jamás llegaron a formar parte de ninguna estancia, abandonadas, machacadas por el tiempo, que chocaban con el verde del paisaje que cada día, desde hacía tanto, contemplaba. Nada había cambiado. Aún las mismas ramas rotas, las mismas piedras punzantes, exactamente el mismo número de hojas secas, caídas y esparcidas que anunciaban la llegada del otoño. Sin embargo, aquel día me percaté de la presencia de un ser, antes, aparentemente insignificante. Parecía tener mi misma edad, probablemente una estatura similar y una expresión que, irónicamente, me recordaba a mí. Su pelo, despeinado y oscuro, evocaba el tronco de aquel sauce bajo el que tantas veces me senté a escribir. La piel pálida, los dedos largos y finos, casi delicados. Sus ojos, grandes y profundos, me observaban. De sus labios no salía palabra alguna y, sin embargo, todo apuntaba a que una ingente impotencia le imposibilitaba hablar. Parecía desesperada por gritar, por liberarse de la pesada carga que le impedía siquiera reaccionar. Intenté ayudarle, interactuar con ella, procurar que el caos no se apoderara de su cordura. Traté de acercarme. Ella se alejó. Probé a perseguirle, pero era más rápida que yo. Sin tener ni la más mínima idea de hacia dónde me dirigía, me adentré en el espeso bosque que tantas tardes había sido testigo de mi presencia, sin más compañía que mis pensamientos. Y el silencio. (Bendito silencio, que transmite sin necesidad de que medien las palabras.) Intenté llamarle hasta que caí en la cuenta de que desconocía su nombre. Sus pasos eran sigilosos; ni el crujido de las hojas delataba su cercana presencia. Movida por la incertidumbre y la curiosidad, seguí vagando por la vasta maleza. Me perdí, buscando encontrarme.
Sin saber muy bien cómo, aparecí en un claro, desconocido
hasta entonces, seguida por la atenta mirada de los inquilinos del bosque a los
que parecía importunar. En medio de aquel lugar, custodiado por un ejército prácticamente
infranqueable de árboles que parecían albergar una infinidad de historias,
quién sabe si ciertas o ficticias, había un pequeño estanque. La cautela nunca
ha sido una de mis virtudes, así que me acerqué y contemplé el reflejo que el
agua cristalina me brindó. Y me vi. Y nos vi. Y como si aquel momento hubiese
accionado el mecanismo que movía las nubes que se interponían entre el
firmamento y los mortales, el cielo se tornó de un azul terriblemente puro. Aquel ser, antes, aparentemente insignificante seguía
mirándome, esta vez con una expresión distinta. Sonreía. Me sonreía. Comprendí entonces
que jamás había habido otra persona que no fuese yo. Que había estado
persiguiendo mis miedos, la angustia que me embargaba cuando los actos discrepaban con los sentimientos, la disonancia cognitiva que tantísimo tiempo llevaba envenenando mis entrañas. La única solución posible que había habido en todo momento era
enfrentarme. Y lo logré. Y me encontré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario