18/1/16

Discordia.




Siempre he odiado los números.  Y ellos a mí, supongo. Nuestra relación lleva dieciocho años definida por un bucle amor – odio que detesto. Amor cuando señalan fechas que ansío, o memorables, cuando simbolizan momentos, días, horas, experiencias, tardes de cafés interminables dignas de mención. Cuando representan el esfuerzo que ha conllevado llegar hasta cualquier punto, cuando por fin tienes vía libre para contemplar cómo el tiempo empleado en algo que no auguraba nada bueno da sus frutos. Cuando constatan que, una vez más, llego tarde. 
Odio el resto del tiempo y aplicado a todo. Odio cuando hacen evidente que jamás comprenderé su lógica, que soy incapaz de entender su mecanismo de acción. Sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, raíces cuadradas, cosas al cubo y triángulos de Pitágoras. Fórmulas interminables que sólo servían para malgastar la mina del lápiz en la parte trasera de la carcasa de esa calculadora que casi podía catalogarse como arma letal. Las comas de los decimales arriba. Después abajo. ¿Pero es que a ti no te han dicho que las comas de los decimales se escriben arriba? No pongas una x al multiplicar, utiliza un puntito. Si pasa de ,5, redondea. Aunque también puedes optar por truncar y olvidarte de los seres a la derecha de esa rallita detestable. Tan mediocres como decisivos. Odio los números. Tampoco entiendo los problemas.  Llevo toda mi vida académica cargando con la frustración a la espalda de mi dichosa desdicha numérica. Que por lo visto, no piensa cesar. Seguirá empeñada en hacerme pensar que su lógica es, sencillamente, ilógica. Como tantísimas cosas. Que jamás sabré qué me están pidiendo después de leer un enunciado de cualquier libro de matemáticas, o química, o física, o estadística. No nos llevamos bien. No quiero quererte, no me gustas. Ni yo a ti, cuestión de la que llevo siendo consciente desde que tengo uso de razón. Nunca terminé un cuadernillo rubio. Ni pienso. 


Y así me va.






9/1/16

Grietas.



Era una anciana entre adolescentes. Una reliquia entre juguetes nuevos. Ese 'aquel' con polvo y mugre acumulados que reclamaba sus derechos de reconocimiento al olvido. 

Noble y educada, lucía sus rasgos de antaño de manera peculiar; su físico siempre ha revelado erróneamente su verdadera identidad. Su humilde interior albergaba los justos espacios para llevar a cabo la vida cotidiana; cada uno de ellos dotado de aleatorios elementos intrascendentes. Sus paredes callaban con enorme lealtad secretos que quizá nunca nadie llegaría a desvelar. Su desnivelado suelo, caminado por tantos, no era más que otra muestra de su inminente antigüedad. Su techo ennegrecido y su pasillo desproporcionado llevaban al espacio, actualmente vertedero privado, en el que animales y seres humanos habían compartido hogar en una misma estancia años atrás.
Así mismo, a su izquierda se encontraba, sin pasar desapercibida, la causante de innumerables traumas infantiles. Huésped de colosales nubes de polvo y microorganismos vivos, vivía dotada de la peculiaridad máxima: su forma embudada.
Caminando de nuevo por esta especial vivienda surge, casi de la nada,  la puerta al paraíso de la reliquia. Escaleras enmohecidas, paredes agrietadas y suelos inestables presentan el apogeo del desastre y la dejadez. Ocultos bajo techos roídos, se encuentran aquellos utensilios que en su día se creyeron cotidianos y, un siglo después, yacen inútiles entre colchones y toallas de tela.
Por último, el cuadrilátero que custodia todo tipo de víveres y manjares; como todo lo descrito anteriormente, notablemente amorfo y anticuado.


Pasados más de cien años y tras varias generaciones habitantes presento, con toda la objetividad que he sido capaz de plasmar, la humilde casa de mis tatarabuelos; 



aún en pie.