Riesgos que uno corre por el simple hecho de ser persona:
Sentir el impulso de
ponerse a escribir a escasos minutos de sucumbir al cansancio acumulado,
advertir la llamada de la nostalgia un poco más alto que ayer, experimentar la
inexpugnable necesidad de detenerse, al menos un minuto, a contemplar a un
hombre que desata su arte a pinceladas la mañana de un domingo de
primavera en que empieza a brillar el sol.
Saber que la libertad avanza a pasos
agigantados haciéndose cada vez más notable, más plausible, más ansiada, más
merecida.
Cerrar los ojos y no poder poner la mente en blanco, recordar los
rasgos que contemplarías una y otra vez durante una eternidad, pensar en las
veces que te creíste capaz y lo lograste, recordar sin pesadumbre los días grises, o los de cielo azul, o el frío invernal de tu ciudad natal. Más añoranza, más
recuerdos, más sonrisas, más cafés humeantes y más presencias gratas, más conversaciones
banales, más diálogos cruciales.
Disfrutar los caminos de vuelta sin más
compañía que el rock revolviendo tus entrañas.
Mirar, una vez más, hacia todos los rincones de aquel lugar que tantos
recuerdos alberga, ninguno amargo.
Escrutar el rostro de todo extraño con que te cruzas, mirar sin entender queriendo comprender, como si las miradas
hablasen por sí mismas. Y quizá lo hagan.
Pararte a pensar en lo efímero de la
existencia, en la alegría desbordada que suscita el sol por la mañana, en no
pisar los recovecos entre los adoquines de la ciudad que lleva más tiempo del que eres consciente siendo
testigo de los cambios que han pasado a dominar tu vida, sin tiempo de reacción para siquiera asimilarlo.
Sonreír sin más razón que las ganas, dar las gracias, escuchar
atentamente el soliloquio que reina en tu cabeza a ritmo del riff que te acompaña en ese
instante.
Percatarse de que todo tiene un sentido, disfrutar de la amabilidad
inesperada de cualquier desconocido, resistir la tentación de tomar otro café
mientras la indignación se apodera de tu cordura al leer la cabecera del periódico local.
Mirar
a un lado, a otro, esperar al verde, cruzar, buscar la llave guiándote por el
suave tintineo en tu bolsillo, sentarte a pensar en que el camino de vuelta
es cada vez más fugaz.
Creer
en la ilusión, caer en la tentación. No sentir la necesidad de que nadie defina tus pasos. Cerrar los ojos y pensar dónde quieres llegar.
Apretar los puños,
mirar al frente y avanzar.
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