Como el frío soriano, que parece no irse nunca y cuánto se anhela estando a treinta grados. Trae consigo un huracán de pensamientos; revueltos y desordenados, pero igualmente destructores y caóticos. La anarquía de las emociones se pronuncia; no existe nada y, menos nadie, con la fuerza y la capacidad suficientes para remediar las jaquecas que desencadena. Cada vez más fuertes, cada vez más intensas, cada vez más comunes. Cuando quieres pensar con claridad te cuesta, cuando cavilas sobre cuánto darías por dejar la mente en blanco, el huracán vuelve a aparecer. Ni la lluvia, ni la poesía que aún me niego a leer, ni las canciones con incontables reproducciones, reales o en mi cabeza, o silbadas, o tarareadas, o casi bien cantadas, ni Choque de Reyes ni Tormenta de Espadas, ni un paseo matutino con el sol mirándote de frente, ni nada en este mundo consigue, cuando es tu objetivo, apagar tu cerebro, desconectar las preocupaciones, hacer añicos los miles de preguntas que a diario te atormentan. Qué frágil es la realidad y cuánto le queda por aprender de las realidades paralelas que cada día, y a cada hora, se recrean en mi cabeza. [...]
Recuerdo las charlas, sin prisa, hasta que Morfeo se imponía. Los cientos de kilómetros en nuestras piernas, con rumbo o sin él. La confianza que siempre me proporcionaste, aunque a fin de cuentas estuviese siempre en mí. Tu paciencia, tu cariño, tu saber hacer, tu ganas de verme bien. Los paseos sin destino determinado, inmortalizando cualquier momento que creíamos especial a nuestros ojos; marrones, color miel. Recuerdo qué poco te costó decir lo que pensabas, las cosas siempre claras, mientras mi interior era un torbellino continuo de no saber. Recuerdo el viento huracanado que me liberó de mis miedos, que me empujó a, por fin, hacer, a querer saber, a descubrir y conquistar cualquier lugar desconocido hasta entonces. A preguntar. Recuerdo la culpa reflejada en tus ojos, mi angustia liberada en forma de lágrimas descontroladas, rodando por mis mejillas, estancándose en mi nariz para terminar cayendo por mi barbilla y aterrizar en el césped más verde y puro que recuerdo haber visto jamás. Recuerdo palabras bonitas, muchas dichas y más escuchadas, o al revés. Recuerdo latidos que debieron sentirse desde la Puerta del Sol, nervios que no eran más que ganas y horas que no cabían en ningún reloj. Recuerdo mirarte, y que me mires. Recuerdo cosas que siempre me enseñaste, y hay otras muchas que ya olvidé, quizá porque no presté la atención suficiente, quizá porque estaba demasiado ocupada en querer que aquella noche no acabara. Recuerdo las despedidas, amargas y duras, que nos dejaban compungidos hasta que comprendíamos que no teníamos la potestad suficiente para cambiar el rumbo de las cosas. Recuerdo noches largas, con y sin techo, más paseos, alguna intrusión. Recuerdo añoranza, rechazo, alegría, pena, amargura, ilusión, planes futuros, creer que nuestra realidad paralela llegaría, tarde o temprano, quizá cuando el frío soriano remitiese. Recuerdo la desilusión al asumir que lo ficticio, por norma general, no suele ser más que eso. Recuerdo poner los pies en la tierra, o creer que lo hacía. Querer ser fuerte y demostrarlo, o al menos fingirlo. Siempre con éxito. Recuerdo arriesgarme, recuerdo romperme, recuerdo jurarme ''nunca más''. Recuerdo recaer haciendo justicia al dicho que clama que es el hombre el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Y ojalá fuesen sólo dos. Recuerdo concienciarme de que aquella había sido la última vez que me fallaba, volviendo a mentirme otra vez.
[...] Como el frío soriano. Seco, indestructible, atroz, inminente, puntual como jamás lograré yo.
Brindemos por la tempestad... Quién sabe qué vendrá detrás.
Ese yoquesequé que te encoje el corazón a final de verano...
ResponderEliminarMi dies.
Muchas gracias Bea :)
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