Lleva días lloviendo. No sé si fuera o
sólo dentro de mí.
Lleva días lloviendo. Y mientras llueve,
observo. Observo a la niña, ingenua y de pelo platino, que espera con ganas ese
bus seis que de tan buena gana va a
coger con su abuela. Observo al chico que mira distraído el móvil mientras
cruza el paso de cebra, me gustan sus deportivas. Miro a las chicas que, alegres, envían mensajes a una tercera persona que probablemente esté a
kilómetros de distancia. Observo a la adolescente que desearía ser mayor de lo
que es, sentada, abstraída, casi preocupada. Y curiosa. Tiene un pelo negro azabache larguísimo.
Paso al lado de un perro enorme; nunca he sido muy entendida de razas, pero es precioso. Me cruzo con los padres que empujan el carrito de un bebé al
que van a cuidar, yéndoles la vida en ello, hasta el fin de sus días. Charlo
con un dependiente indignado sobre el panorama político con el que contamos,
cortando la conversación a fin de paliar nuestras ganas de largarnos sin mirar
atrás e intentar olvidar lo podrido que está el sistema, y el mundo en general. Soy testigo de la aparatosa caída de una mujer francesa; por suerte
está bien, se ha dado un buen golpe. Saludo y sonrío al hijo de la vecina del quinto, es un niño muy educado.
Esta ciudad cada día me gusta más. Me
gusta cuando llueve, cuando hace sol, cuando las calles parecen tuyas a pesar
de estar atestadas de gente. Me gusta su arquitectura, aunque no supiese
definirla de una manera demasiado técnica. Me gusta el ambiente que se respira, me gusta que todo
esté cerca, caminar y ver cómo el agua de la lluvia resbala entre los
adoquines. Me gusta caminar sola, observar y pensar. Me gusta asimilar que mi vida cambió, a
mejor. Que estoy viviendo uno de los mejores
años de mi vida, aquellos que la niña ingenua y de pelo platino vivirá dentro
de mucho. Me gusta saber que, a pesar de que haya un millón de incógnitas sin resolver y, lo que es peor, con mil alternativas; hay algo inminente. Y es que estoy aquí, conmigo.
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